Jorge Corrales Quesada, economista

El Estado odia la competencia. En especial cuando es para gremios protegidos. Resulta que el Estado fija el precio mínimo y el máximo al cual se puede vender el arroz de esos privilegiados, además de impedir, con un arancel casi prohibicionista, que alguien pueda traerlo más barato desde el exterior y que pueda vendérselo a los consumidores a un precio menor que el que, por arbitrio, el gobierno decidió fijar.

Incluso cuando alguien paga los aranceles de ley, y que, aun con ellos incorporados al precio, puede todavía venderlo a los consumidores a precios más bajos que los oficiales, el Estado suele intervenir ante denuncias de que el producto importado no satisface otros requisitos, como que contenga ciertas vitaminas, o que sea procesado en fábricas de su complacencia y cosas similares, y, en especial, ante argumentos de que los bienes se compraron a precios internacionales de dumping. A la vez, cuando alguien pretende vender un producto cuyo precio es regulado; o sea, que lo vendería al mismo precio a como lo vende el productor protegido, pero haciéndolo atractivo al consumidor al darle “gratis” un producto adicional, el estado le prohíbe que lo pueda hacer. Esto es, un importador trae el producto regulado, paga los aranceles usualmente elevados para que no se pueda importar libremente y, aun cuando lo vende al precio oficial, ahora no puede darle al consumidor una regalía al comprar ese producto. El argumento del gobierno para impedir esa práctica es que viola la fijación de precios del grano, y, ante ello, modificó el reglamento de fijación de precios para que, a partir del 4 de abril, se prohibiera tal comportamiento en el mercado de consumo de arroz.

Si un importador le brinda una sonrisa al venderle el producto, si lo empaca en mejores bolsas, si lo vende en locales mejor acondicionados, si le facilita a usted su compra llevándoselo, por ejemplo, a su casa o bien entregándole un cupón para que participe en una rifa de un viaje a la “Cochinchina”, el protegido podrá argüir que esas prácticas van en contra de la competencia -competencia desleal, suelen llamarle, aunque la única lealtad que exhiben es para obligarle a usted a tener que comprarle sólo a ellos- y el estado actuará, en consecuencia, para prohibirlas.

Sabemos lo dañino que es el proteccionismo en el caso del arroz. Para fortuna nuestra, tal política está siendo seriamente cuestionada por la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Ese privilegio ha permitido que haya una gigantesca transferencia de ingresos, de un pueblo que es medianamente pobre, hacia unos pocos poderosos y ricos productores nacionales de arroz. El bandeo, como se le llama a la práctica antes mencionada de dar un obsequio al consumidor, ciertamente facilita que el producto se venda más barato a los consumidores, aun cuando sea una práctica ineficiente, comparada con que una en donde hubiera libertad para vender el arroz importado más barato. Con el bandeo se “tiene” que llevar la regalía, pudiendo el consumidor estar mejor si no tuviera que llevarla -tal vez sin voluntariamente desearla- y simplemente si pudiera comprar más barato el producto. Pero, el Estado no puede permitir que sus protegidos no prosigan explotando a los consumidores.

Así, no es de extrañar que el gremio protegido “presione” para que dicha práctica se frene y que el gobierno acceda a su petición. Eso es esperable: por una parte, el beneficio para los relativamente pocos empresarios protegidos es sumamente elevado, en tanto que el costo para el consumidor es, para cada uno de ellos en particular, relativamente bajo (aunque no dude que, entre más pobres, el peso relativo es mayor, pues el arroz forma una parte más significativa de los presupuestos de los hogares pobres). Por otra parte, esa concentración del beneficio tan grande para unos pocos se da a cambio de algo para los políticos que lo otorgan: tal vez un apoyo sustancial en procesos electorales; esto es, aportar a campañas en donde se reelijan a quienes otorgaron la protección. Es un resultado esperable entre el costo del “apoyo” y el enorme beneficio que reciben los protegidos. Eso suele suceder en el proceso político de otorgar protección ante la competencia: un intercambio de “favores” o de “servicios”.

Lo único que acabaría con este problema es si se eliminan los aranceles proteccionistas, que haya libertad plena para competir, no sólo en el precio, sino en las diferentes características que suelen incorporarse en las transacciones libres de bienes entre personas. La distorsión en el mercado no es el “bandeo”, sino la práctica proteccionista del Estado a grupos de privilegio en contra de los consumidores.