Edgar Fonseca, editor
Fue un domingo de verano atípico.
Un frente frío afectó al país y lo cubrió de nubosidad, de frío en vastos sectores, de lluvias en otros.
Fue un domingo incómodo.
¿Qué esperar de un domingo así convocados 5 millones de votantes en el último fin de semana de vacaciones, a elegir de una lista infinita de más de 33 mil aspirantes, desconocidos muchos de ellos, para más de seis mil puestos que parecieran distantes en el espacio pero que, en la realidad, son los más cercanos al electorado?
En disputa 82 alcaldías, 10 de ellas con salarios de lujo, la de San José, por supuesto, la “joya de la corona”, una antesala en la mayoría de las capitales a todo aquel que se considere presidenciable.
Salvo aquí, cuando su titular la dejó ir en 2014, y no se presentó a una segunda vuelta ante un potencial devastador resultado, como así ocurrió.
Nos acercamos a las urnas.
Frías, de aulas semiabiertas.
Con poco flujo ya casi al mediodía.
Pero, paso a paso, sentimos una extraña sensación.
Esa sensación que produce el vivir en libertad.
En ejercer los derechos ciudadanos en absoluta libertad.
En votar libres.
A nuestro juicio.
A nuestro arbitrio.
Sin ser espiados, nada más que por el ojo de nuestra conciencia y la mirada respetuosa de las fiscales, dos guardianes de mesa.
En votar, sin la brutal represión de Cuba, Venezuela o al otro lado de la frontera.
Votamos en secreto y en silencio, como advierten las urnas.
No tardamos dos minutos.
Depositamos aquellas papeletas inscritas con la crayola naranja en sus tres casillas.
Y nos retiramos. Deber cumplido.
¡Esta democraia, quizá imperfecta, vale oro!