Edgar Fonseca, editor/Foto Prensa Vaticano
“¡Despierte, despierte, que vamos para donde el Papa!…”
La puerta del cuarto del pequeño hotel en que me alojaba en Roma, cerca del Vaticano, retumbaba y retumbaba…
Una delegación encabezada por el entonces presidente, Miguel Ángel Rodriguez, se disponía a atender, en minutos, una audiencia en la Santa Sede y los periodistas debíamos ser puntuales.
El largo viaje transatlántico, el cambio de horario, y, un imperdible recorrido por la Basílica de San Pedro, la tarde de aquel domingo 23 de enero de 2000, me jugaron una terrible trastada con el sueño.
Volví al hotel, me dediqué a escribir una crónica y caí exhausto…
Jamás olvidaré la mañana de aquel lunes 24 de enero de 2000 cuando –como reportero enviado de La Nación–, otros colegas golpeaban apurados a la puerta del cuarto.
Me levanté, me bañé en un santiamén y, aun secándome en la ropa, subí, en el último instante, al microbús que nos llevaría hasta el Palacio Apostólico en el Vaticano.
Se suponía que los periodistas no tendríamos acceso directo al encuentro de aquel mítico papa, Juan Pablo II, con el mandatario tico.
De pronto, alguien dijo: “los reporteros pueden subir al segundo piso. Pueden ver y tomar fotos a cierta distancia”.
La Providencia, pensé, estaba de nuestro lado…
Y así fue.
No solo tomamos fotos del Sumo Pontífice, sino que, tras un murmullo, alguien añadió: “El Papa quiere saludar a los periodistas”.
Un encuentro inesperado, y un saludo y una bendición, tan al estilo de aquel papa polaco que hizo cimbrar la historia reciente de la humanidad.
“Ohhn… periodistas”, musitó sonriente, con cierto dejo sarcástico.
Ese momento quedó grabado en mis retinas.
Dos años antes, el 25 de enero de 1998, en su visita a La Habana, me correspondió cubrir la santa misa que ofició, en la Plaza José Martí, ante una multitud de fieles y ante una camarilla de octogenarios comandantes castristas a quienes demandó libertad para aquella sufrida isla.
El son de Guantanamera mezclado con ritmos eclesiales erizaba la piel.
Como erizaba la piel la fe de aquella infinidad de gentes que desafiaba a la tiranía al acompañar a su pastor.
El 8 de febrero de 1996, de paso por San Salvador, estuve a unos 300 metros del altar donde Juan Pablo II ofreció misa ante un millón de fieles.
Y la tarde del 2 de marzo de 1983, sí, inolvidable, fui parte de la emocionada multitud que compartió su histórica celebración en La Sabana.
Pero de todas esas vivencias, los portazos, en el cuarto de aquel pequeño hotel en Roma, aun retumban en mis sienes…
“¡Despierte, despierte, que vamos para donde el Papa!…“
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