Con la justificación de una “tamaleada”, lo que en Costa Rica se conoce como una tradicional fiesta social de fin de año, la Presidenta Laura Chinchilla, sin estar invitada, se llegó a la casa de un expresidente sentenciado en uno de los mayores escándalos de corrupción pública recientes.
Si espera que la opinión pública le aplauda, se equivoca.
Si espera que se le censure, no lo ponga en duda.
Así ninguna campaña de imagen, por más pulcra que la quiera maquillar, logrará levantarle réditos en la opinión pública.
Por el contrario acrecentará esa percepción de que a nuestros dirigentes políticos les “vale” lo que piense una mayoría.
Nos parece otro episodio, de su parte, ayuno de tacto político y, sobre todo, de prudencia, desde las cumbres del Gobierno.
Y acontece cuando apenas se apaciguan las aguas tras la descabellada intervención del Ejecutivo en la votación que destituyó al magistrado Cruz, por la que el país reaccionó con justa indignación.
De un Mandatario se espera, cuando menos, que guarde la mayor compostura en su hacer y quehacer. Sopesar cada paso, cada palabra, acción u omisión. Abundan los ejemplos, en contrario, en nuestra Lationamérica.
En Venezuela, a Chávez, hoy convaleciente, le importa un bledo lo que piensen de sus actos sus conciudadanos.
Igual se conducen Fernández en Argentina, Correa en Ecuador, Evo en Bolivia. Y ni qué decir del vecino Ortega.
Martinelli, en Panamá, acaba de pasar por el trago amargo de revertir un decreto de expropiaciones que intentó imponer a sangre y fuego en Colón.
Por eso, la visita de la Presidenta Chinchilla a la residencia de un personaje político que trata de redimir imagen tras una histórica condena en los tribunales comunes, nos parece poco oportuna y sensata.
Le hace un flaco favor al anfitrión y, de paso, hunde más a la imagen presidencial en el torbellino del descontento público.
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